sábado, 21 de abril de 2018

Recuerdos de Freud (1936)-Lou Andreas Salomé-

Recuerdos de Freud (1936)-Lou Andreas Salomé- 

Recuerdos de Freud (1936)

Lou Andreas Salomé

Cuando de regreso a casa, después de una estancia en Suecia, me encontré delante de Freud en el congreso psicoanalítico de Weimar en otoño de 1911, se rió mucho de mí por la vehemencia con que me empeñaba en querer aprender su psicoanálisis, porque por entonces todavía nadie pensaba en institutos de enseñanza, como los que después se planearon en Berlín y Viena para hacerse cargo de las nuevas generaciones. Cuando posteriormente acudí a él en Viena, luego de medio año de estudio preliminar autodidáctico, se rió aún más cordialmente de mí, al comunicarle, con toda ingenuidad, que además tenía intención de trabajar con Alfred Adler, quien entretanto se había convertido en su mortal enemigo (1). De buen grado dio su consentimiento, bajo la condición que no se hablara ni de él allí, ni de allá en su círculo. Hasta tal punto se cumplió esta condición, que Freud no se enteró sino al cabo de varios meses de mi separación del grupo de trabajo de Adler. Pero lo que me gustaría relatar no se refiere a ningún tipo de formación teórica, ya que ni la más fascinante de las teorías habría podido distraerme de lo que los hallazgos de Freud contenían. Cuando uno piensa en su «encontrar», se echa de ver que una distracción no habría podido ocasionarla ni el más brillante teorizador de estos hallazgos, ni se habría visto ello desmedrado por una teoría fracasada o inconclusa del propio Freud al respecto. Las teorías -y en aquel entonces las había en proceso de formación- tenían para él el valor de instrumentos imprescindibles de entendimiento entre los colaboradores, y allí donde él mismo las forjó, mostraban, por supuesto, el carácter de su manera de pensar, científica y personalmente comprometida con la más rigurosa objetividad. Pero si pretendiera yo emprender la descripción de qué fue lo que conducía su pensamiento a sus hallazgos, volvería a reírse de mí por tercera vez, ya que en nada sería eso más fácil que determinar lo que haya de específico, en carne y hueso, en una mano que pinta o en unos dedos que modelan. Aquello ocurría, por lo demás, delante de algo, a saber, ante la expresión instantánea de un ser humano viviente: con una mirada para la cual nada podía ser tan aislado o de vida tan fugaz que no se le abriese, se le revelara como expresión total de humanidad. En lugar de un darle vueltas en el pensamiento -por profundo o ingenioso que fuese se daba aquí la disposición de entrega a lo más exacto, a lo cual los seres humanos tenemos que atenernos nosotros mismos en cuanto únicos y finitamente condicionados, y que, precisamente por ello, sólo se nos hace inteligible y real por esta puerta de escape.
En una de las primeras sesiones vespertinas de trabajo (a la que el año anterior había concurrido por primera vez una participante femenina) Freud aludió, como introducción, a la necesidad de hablar sin contemplaciones ni miramientos sobre temas, por su materia u otros motivos, mal reputados, que eran precisamente los que estaban en cuestión. En broma -con una de aquellas pequeñas delicadezas cordiales de las que sabía valerse agregó: «como de costumbre, tendremos una jornada mala y dura.... con la diferencia, ahora, de que contamos entre nosotros con un domingo». La palabra «domingo» me resultó luego a menudo atingente con relación a él mismo y su mirada, que es la que quería intentar describir: a saber, en relación con la materialidad y la riqueza que ella daba; por muy repelente y espantosa que fuese en ocasiones, para mí estuvo siempre presente, detrás del ajetreo de la semana, lo dominical. En momentos en que él mismo experimentaba repugnancia, me expresó su asombro de que a pesar de todo yo siguiese tan profundamente fiel a su psicoanálisis: «porque yo no enseño otra cosa que a lavar la ropa sucia de otra gente».
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Ropa planchada y mecánicamente alisada en los armarios, por cierto que ya se conocía antes de él. Pero aquello que hasta de la más usada se podía llegar a saber, fuese la más ajena o la más propia, no quedaba limitado a una pieza de ropa blanca, sino que superaba su carácter de pieza y su valor de pieza, para verse transformado vivencialmente.
Así, al desnudar hasta lo más repelente, lo más intimidante, la mirada no descansaba en ello en cuanto tal. Así lo expresó Freud una vez que hablábamos de algo por el estilo y él -sin reírse ya de mí constató con incrédulo asombro: «Incluso las cosas más espantosas sobre las que conversamos, usted las mira como si fueran Navidad.»
De nuestro último encuentro personal -en 1928- nada me ha quedado ante los ojos con colores tan fuertes como los grandes bancales de pensamientos en el palacete de Tegel, que, trasplantados del verano para el año siguiente, esperaban pacientemente floreciendo: en medio del otoño ya avanzado y de los árboles que se deshojaban. Uno descansaba literalmente al mirar su esperanzado esplendor de verano a verano, y el tono infinitamente diverso de sus colores, en rojo oscuro y azul y amarillo claro. Freud me cortó en cierta ocasión él mismo un ramillete, antes de uno de nuestros viajes casi diarios a Berlín, que yo quería empalmar con una visita a Helene Klingenberg.
Entonces, y a pesar de las dificultades de Freud para hablar y oír, surgían aún diálogos de aquella especie inolvidable de antes de sus largos años de sufrimiento (2). En esas ocasiones hablábamos todavía a veces de 1912, el año de mis estudios psicoanalíticos, cuando en mi hotel tenía que dejar siempre la dirección donde estuviera en ese momento, para, en el caso de tener Freud tiempo libre, acudir lo más rápidamente posible desde donde quiera que fuese. Una vez, poco antes de uno de estos encuentros, había caído en sus manos el Himno a la vida de Nietzsche: mi Oración a la vida, escrita en Zurich, a la que Nietzsche había puesto música con algunas modificaciones. El gusto de estas cosas iba muy poco con Freud; no podía gustarle a la enfática sobriedad de su expresión lo que una criatura en su primera juventud -ni experimentada ni sometida a prueba- hubiese podido permitirse, con toda justicia, de entusiásticas exageraciones. Alegre y amistosamente, en el mejor de los humores, leyó en voz alta los últimos versos:
«Jahrtausende zu denken und zu leben Wirf deinen Inhalt voll hinein! Hast du kein Glück melir übrig, mir zu geben, Wolilan - noch hast du deine Pein.. . » (3)
Plegó la hoja, golpeó con ella el respaldo del sillón, y dijo: «¡No! Sabe usted, por ahí no pasaría. ¡Me basta y me sobra un buen catarro crónico para curarme de semejantes deseos!»
En aquel otoño en Tegel volvimos a hablar de esto. ¿Se acordaba todavía de la conversación de hacía tantos años? Sí, claro que se acordaba, e incluso de lo que habíamos seguido hablando después. No sé por qué le hice la pregunta: dentro de mí horadaba el saber de los años espantosos, difíciles y terribles que venía sufriendo, años durante los cuales todos los que le rodeábamos, todos, todos, estábamos obligados a preguntarnos qué es lo que serían capaces de aguantar todavía las fuerzas humanas. Y entonces sucedió algo que ni yo misma comprendí, algo que ya no hubo fuerza alguna que pudiera retener, lo que se me escapó de entre los labios temblorosos, en protesta contra su destino y su martirio:
-Aquello que yo una vez parloteé en mi entusiasmo, ¡usted lo ha hecho!
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Después de lo cual, «espantada» por la franqueza de mi alusión, me eché a llorar ruidosa e incontroladamente. Freud no respondió. Sólo sentí su brazo alrededor de mí.
Notas y comentarios de Ernst Pfeiffer
(1)- Trabajar con Alfred Adler, quien entretanto se había convertido en su mortal enemigo: Alfred Adler, 1870-1937, médico vienés, fue primero colaborador de Sigmund Freud, pero fue apartándose luego cada vez más de él -comenzando con una publicación sobre la inferioridad orgánica, 1907, hasta llegar a ser el fundador de la llamada psicología individual. La carta de Freud del 4 de noviembre de 1912, en la cual da respuesta a la petición de Lou A.-S., caracteriza tanto la situación en ese momento como al propio Freud.
Los motivos por los cuales Lou A.-S. se decidió luego por Freud y contra Adler, los ha expresado ella misma en una carta a Alfred Adler, el 12 de agosto de 1913. Esta carta puede también, como un preliminar para las consideraciones sobre Freud que se formulan aquí en el «Compendio», facilitar el acceso a éstas.
«Hace tiempo que quería escribirle, para formular, al menos en esbozo, algunas cosas que entiendo actualmente de manera diferente que el verano pasado, cuando le escribí a usted por primera vez. ¿Recuerda usted que entonces hice mención de cómo, pese a mi divergencia teórica con Freud (que yo tenía por más esencial de lo que ha resultado ser), iba sin embargo muy lejos con él sin que ello me perturbara? Esto me parece ahora caracterizar toda la situación; porque ahora tengo la impresión de que toda la disputa teorética en torno a Freud es, en más de un respecto, un malentendido que no podrá solventarse por el simple contraste de teorías. No hay duda de que mis intereses apuntaban ya de partida en semejante dirección, y en un principio estas cosas sólo cobraron para mí importancia por la cuestión de su ordenamiento filosófico. Pero eso es casi lo más hermoso de lo que he aprendido con Freud: la alegría siempre renovada y ahondada ante los hechos mismos de sus descubrimientos, alegría que me ha seguido acompañando siempre y que me ha vuelto a colocar siempre ante un nuevo comienzo. Porque en su caso no se trata nunca del coleccionar y descubrir detalles «de material» que sólo cobrarían su dignidad a raíz de una discusión filosófica sobre ellos; lo que ha desenterrado no han sido ni viejas piedras ni cachivaches, sino que en todo ello estamos nosotros mismos, y por eso las perspectivas que encierra de manera inmediata para nosotros no son, tampoco filosóficamente, menos decisivas que para el niño, por ejemplo, las vivencias ante las que aprende a decir por primera vez «¡Yo!». Si lo que Freud ha investigado fuese sometido a una fórmula general, se lo resumiera en una síntesis abstracta interpretada de una manera algo distinta a la anterior, ni mejoraría de manera decisiva ni cambiaría en su ser. Sería más o menos como si, al investigar el altruismo, conviniese uno, y con razón, en que incluso aquél es sólo egoísmo; ciertamente, pero para investigarlo habría que hacer de inmediato nuevas subdivisiones, habría que articular y distinguir, de manera que, pese a esta unificación, de agujeros necesariamente demasiado anchos en la práctica, al pescar en las profundidades del alma humana quede en la red aquello que pueda significar para nuestra experiencia un elemento nuevo sobre ella.
Es claro que para usted no es de ninguna manera lo principal la reducción de todo y cualquier cosa a una fórmula [instinto de poder, «protesta masculina»], sino su fundamentación por medio del sentimiento de inferioridad y su sustentación a través de lo orgánico. ... Psicoanalíticamente, sin embargo, no llego yo a reconciliarme con el sentimiento de inferioridad proveniente de lo orgánico, en cuanto sentimiento psíquico fundamental, y esto tiene una justificaci6n filosófica. Pues, a nuestros ojos, lo orgánico como tal ni explica ni condiciona lo psíquico, sino
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que en cierto modo sólo lo representa (como, a la inversa, también esto a aquello), y por eso, aunque la representación parezca tan completa y comprobable, pienso que con ella no se habría descubierto ni derivado nada de lo que sucede psíquicamente, tan poco como en el caso contrario. Pero poder dejar que subsista este enigma, esta oscuridad, esta X, es el derecho que la psicología tiene sobre su método y su instrumento más propio; al margen de lo que al respecto pueda predicarse gnoseológicamente, la psicología avanza por su camino, como lo hace también, libre de toda influencia, la ciencia natural. Pero si ni psíquica ni somáticamente deja que se le adjudique una prioridad, no acierto a comprender en razón de qué lo psíquico -como nacido de una falta y mantenido por medio de ficciones y manipulaciones artificiales- vendría a caer en posición tan negativa. Es cierto que hay ansias de poder por razones de impotencia, pero sencillamente porque por pulsión de poder, o comoquiera que por el momento llamemos al asunto, entendemos el sinónimo de la vida en general, que se impone en todas partes, aun en caminos recónditos, como lo eternamente ¡mutable. Pero que ésta no sólo se complazca en imágenes constantemente cambiantes de sí misma, en ficciones y en símbolos, sino que haya de ser también un puro espejismo sobre un vacío, la negación de una negación, no es cosa que me resulte clara. Esto ya se lo expuse en la primera velada con usted, en la mesa del té, al solicitarle, en broma, que "hiciese el favor de interpretar lo ´femenino´ de una manera más positiva" [frente a la fórmula de la 'protesta masculina'] y aun hoy me parece el 'medio femenino', a pesar de sus argumentos en aquella ocasión, como aquello que, en la ´aseguración secundaria´, muestra su zarpa como lo instintivamente fundamental (no su ficticia patita de terciopelo, sino más bien enmascarada como tal). Y con esto vuelvo al comienzo: al Inc. [inconsciente] de Freud, y a los motivos por los cuales su 'cavar' por debajo de aquél -a saber, por debajo de todos estos fenómenos que yo tengo por positivos- se me antoja mucho más decisivo que todo elucubrar sobre ello.»
(2) sus largos años de sufrimientos: Los «años de sufrimientos» comenzaron en 1923, al diagnosticársele un cáncer de mandíbula, y concluyeron en 1939, después de muchas operaciones, con la muerte. Ver la correspondencia Lou A.-S./Sigmund Freud, y sobre todo Ernest Jones, Biografía de Freud, tomo III.
(3) “Para pensar/ para vivir milenios/ vuelca de lleno todo lo que traes!/Si no tienes más fortuna ya que darme,/ Enhora buena – aún tienes tu dolor...”
Texto: Mirada Retrospectiva – compendio de algunos recuerdos de la vida- Lou Andreas Salomé- Alianza Editorial- Cuarta edición Alianza Tres, 1984; Madrid; págs: 149-152 y notas págs: 276-279 Traducción Alejandro Venegas
Fuente: con-versiones.com