sábado, 11 de agosto de 2012

TIBURONA: LOS CANTOS DE MALDOROR de LAUTREMONT




Hace muchos años tuve la oportunidad de leer  en un clásico libro de psicoanálisis escrito por Oscar Masotta un epígrafe que decía: la mujer es más recóndita que el camino por donde en el agua pasa el pez. Sin duda es una comparación muy sorprendente en tanto la relación de superioridad de los términos comparados da mucho que pensar, teniendo en cuenta lo irrepresentable de la senda que cualquier ser que se desplace por el agua puede dejar. La frase nos dice que en la mujer hay algo de incognoscible, innombrable, de indecible, mediante una comparación  de gran eficacia expresiva producida, entre otras cosas, por la gran distancia existente entre los elementos utilizados en su construcción.
Esa frase de aquel libro la recordé hace poco al leer Los Cantos De Maldoror escritos por el Conde de Lautreamont. En alguna parte del segundo Canto, Maldoror es testigo de cómo tres tiburones machos se enfrentan a una hembra hambrienta, a la cual el protagonista salva intercediendo en la lucha en medio del mar. Lautreamont, amante de las metáforas, las comparaciones y las imágenes, compone una  “figura femenina” mediante una representación bestial, que se presenta entre lo bello y lo terrorífico, en el límite de lo soportable, que vale la pena compartir aquí:

“…Se encuentran frente a frente, el nadador y la hembra de tiburón, salvada por él. Se miran a los ojos durante algunos minutos; y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Giran en redondo, nadando, sin perderse de vista, y se dicen para sí mismos: “me he engañado hasta ahora; he aquí alguien más malvado.” Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron el uno hacia el otro con mutua admiración; la hembra de tiburón abría el agua con sus aletas, Maldoror la sacudía con sus brazos, y reteniendo ambos la respiración, con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Llegados a tres metros de distancia, sin hacer ningún esfuerzo, cayeron bruscamente uno sobre otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconocimiento, con tanta ternura y tanto cariño como lo harían un hermano y una hermana. Los deseos carnales no tardaron en seguir a esta demostración de amistad. Dos muslos nerviosos se adherían estrechamente a la piel viscosa del monstruo, como dos sanguijuelas; y los brazos y las aletas se entrelazaban alrededor del cuerpo del objeto amado al que rodeaban con amor, mientras que sus gargantas y sus pechos no formaban más que una masa sórdida con exhalaciones  de algas marinas; en medio de la tempestad que continuaba castigando, a la luz de los relámpagos; teniendo por lecho nupcial la ola espumosa, transportados por una corriente submarina como en una cuna, rodando sobre sí mismos hacia las desconocidas profundidades del abismo, se unieron en un acoplamiento largo, casto y repugnante…”

                                                 Lionel Klimkiewicz

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