Jorge Luis Borges decía que a él le
gustaba pensar las cosmogonías en el tiempo, y no en el espacio, como hace la
mayoría de la gente. Seguramente era ese uno de los motivos por el que en su
biblioteca personal figuraba este gran libro llamado “El desierto de los tártaros” del escritor italiano Dino Buzzati,
escrito en 1940. En él se desarrolla la idea del tiempo, los diferentes
momentos de la vida de una persona, junto con sus expectativas, sus
frustraciones, sus resignaciones, su paranoia, las traiciones a su deseo, las
sugestiones más engañosas y el lugar del destino como una providencia de la que
se espera eternamente ese instante que de razón a toda una existencia que, en
todos sus sentidos y sin-sentidos, no hace más que consumirse. El argumento
elegido por el autor para llevar adelante esta idea en primera instancia no
parece muy atrapante, pero termina siendo una metáfora que logra numerosas
significaciones: es la de un soldado destinado a una fortaleza fronteriza que
linda con un desierto del que siempre se espera aquello que pueda nombrar a
alguien como héroe.
Porque
está muy bien escrito, porque es de una simpleza demoledora, porque despliega
ideas excelentes, porque tiene un capítulo seis del que nadie sale indemne y
también un final a la altura requerida por el tema; por estos y muchos motivos
más, es una novela que merece ser leída por todo amante de la literatura y por
todo aquel que se pregunte algo de su propia existencia, porque respuestas en
el libro sobran.
Existe
también una versión cinematográfica que lleva la música de Enio Morricone que
si bien respeta la línea argumental de la historia (cosa que raramente sucede
cuando un libro es llevado al cine) lamentablemente solo consigue aproximarse
muy poco a las ideas que Dino Buzzati quiere transmitir. En ese punto, ver la
película sin leer el libro por un lado desvaloriza, como siempre ocurre, la riqueza
que la palabra escrita puede tener, y por otro paradójicamente acerca al
espectador de una manera casi patética al protagonista de la historia, ya que
la vida de Giovanni Drogo, es la de
alguien que “no entendió”.
Lionel Klimkiewicz