viernes, 3 de agosto de 2012

HOFFMANN: LOS ELIXIRES DEL DIABLO



                                                 

Del abanico de escritores destacados del romanticismo, Hoffmann sobresale por ser dueño de aquella parte que nos arroja un aire tenebroso y siniestro. En “Los elixires del diablo”, una de sus obras más famosas, relata en primera persona la atormentada vida del monje Medardo que vino al mundo marcado por un origen maldito debido a un crimen cometido por uno de sus antepasados. En esta novela, la vida del protagonista aparece atravesada por múltiples circunstancias que dan pié a que el autor describa con maestría vertiginosos arrebatos de locura, intensas luchas entre el bien y el mal, manifestaciones angustiosas de la sexualidad, destinos persecutorios que no dejan margen de libertad, costumbres de la vida mundana y monacal, y fundamentalmente, aquellas sensaciones ominosas que hacen palidecer a cualquier persona al toparse con eso que le indica que hay algo de sí mismo que no le pertenece y que irrumpe repetidamente en su mundo para recordarle que no hay ficción que vele la marca oculta de su destino.
Hoffmann, que escribió  esta voluminosa novela en menos de un mes, gustaba de visitar manicomios y monasterios, para conocer los detalles de la locura y la religión, lo que le posibilitaba, con el agregado tal vez de su profesión de juez, encontrar los puntos de contacto entre diversas modalidades discursivas allí donde ellas desfallecen ante lo que no tiene nombre: porque no hay escena, por más familiar que sea, que resista a lo que irrumpe manifestando en su centro el instante que suscita una inquietante extrañeza, indicando que la autonomía del ser hablante es tan ficcional como una buena obra de literatura fantástica.
Es cierto que como novela podría haber sido mejorada. Al leerla da muchas veces la impresión de no haber sido corregida o repensada por el autor, quien a veces parece resolver algunas situaciones de la trama con excesiva brusquedad, y repetir construcciones argumentales innecesariamente. Tal vez el defecto no moleste, porque deja la impresión de que es acorde a lo que aborda la novela, ya que si el efecto de “lo siniestro” requiere que se trastoque lo representable, en todo momento la obra indica “excesos” de manifestaciones subjetivas que escapan a lo que la palabra pueda describir.  Pero más allá de esto, es una gran novela que logra que el lector en algún punto se identifique con el personaje al comprender que a nadie le puede ser ajeno lo ominoso.
                                      
                                        Lionel Klimkiewicz




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