Del abanico de escritores destacados
del romanticismo, Hoffmann sobresale por ser dueño de aquella parte que nos
arroja un aire tenebroso y siniestro. En “Los
elixires del diablo”, una de sus obras más famosas, relata en primera
persona la atormentada vida del monje Medardo que vino al mundo marcado por un
origen maldito debido a un crimen cometido por uno de sus antepasados. En esta
novela, la vida del protagonista aparece atravesada por múltiples
circunstancias que dan pié a que el autor describa con maestría vertiginosos
arrebatos de locura, intensas luchas entre el bien y el mal, manifestaciones angustiosas
de la sexualidad, destinos persecutorios que no dejan margen de libertad, costumbres
de la vida mundana y monacal, y fundamentalmente, aquellas sensaciones ominosas
que hacen palidecer a cualquier persona al toparse con eso que le indica que
hay algo de sí mismo que no le pertenece y que irrumpe repetidamente en su
mundo para recordarle que no hay ficción que vele la marca oculta de su
destino.
Hoffmann, que escribió esta voluminosa novela en menos de un mes,
gustaba de visitar manicomios y monasterios, para conocer los detalles de la
locura y la religión, lo que le posibilitaba, con el agregado tal vez de su
profesión de juez, encontrar los puntos de contacto entre diversas modalidades
discursivas allí donde ellas desfallecen ante lo que no tiene nombre: porque no
hay escena, por más familiar que sea, que resista a lo que irrumpe manifestando
en su centro el instante que suscita una inquietante extrañeza, indicando que
la autonomía del ser hablante es tan ficcional como una buena obra de
literatura fantástica.
Es cierto que como novela podría
haber sido mejorada. Al leerla da muchas veces la impresión de no haber sido
corregida o repensada por el autor, quien a veces parece resolver algunas
situaciones de la trama con excesiva brusquedad, y repetir construcciones
argumentales innecesariamente. Tal vez el defecto no moleste, porque deja la
impresión de que es acorde a lo que aborda la novela, ya que si el efecto de
“lo siniestro” requiere que se trastoque lo representable, en todo momento la
obra indica “excesos” de manifestaciones subjetivas que escapan a lo que la
palabra pueda describir. Pero más allá
de esto, es una gran novela que logra que el lector en algún punto se
identifique con el personaje al comprender que a nadie le puede ser ajeno lo
ominoso.
Lionel Klimkiewicz
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